febrero 27, 2011

Pa Negre - Crítica

Podría parecer injusto, por simple, decir que el cine español se encuentra cómodo fijando su objetivo en los fantasmas de la Guerra Civil, pero no podemos ignorar que una notable parte de los títulos más trascendentes de los últimos años están ubicados en dicha época. No sería mal ejercicio preguntarse el por qué. Es obvio que todo país retroalimenta su esencia a través de sus propias obsesiones. Igual que un gran número de obras nacidas en Estados Unidos desmontan una y otra vez las fisuras del "sueño americano", buscando respuestas a la doble moral que representa la bandera de las cincuenta estrellas, los directores españoles parecen incapaces de dejar de explorar, una y otra vez, las historias que, como Pa Negre, pudieron haber existido en los crudos años que trajo la postguerra. El cine, a fin de cuentas, no puede desconectarse del todo de la realidad. Si hay espacio para la contienda en un informativo contemporáneo, o en la tertulia de un bar, ¿cómo evitar que se inyecte en el séptimo arte?

De cara a tratar el marco que nos ocupa, hay que reconocer que lo que vino después del 36 es una época fascinante para ser narrada en una película. La obra de varios directores -desde Guillermo del Toro hasta Agustí Villaronga- ha dibujado, con brillantez, una España rural, fantasmagórica, clandestina, embrujada y oscura, en la que los ideales luchaban en silencio por subsistir, mientras los matices (Pa Negre está llena, desde la lenta fagocitación del catalán a manos del castellano, hasta la silenciosa resignación de la viuda/mujer) y la contundencia del régimen iban convirtiendo España en la siniestra sepultura de la libertad.

Pa Negre desprende, como El Mar, una extraña mezcla de horror y poesía. Narrada en tono clásico, la película de Villaronga se convierte en un collage de todo aquello que nos han contado, lo que imaginamos, y lo que preferiríamos no saber. Evitando, con gran mérito, enfatizar el tono político de su obra -esto la aleja de propuestas como La Lengua de las Mariposas o la más reciente El Laberinto del Fauno, con las que sí comparte la mirada infantil de la postguerra-, Pa Negre más bien parece la versión española de La Cinta Blanca: un retrato de la infancia enmarcada en el reino de la maldad. ¿O no recuerda la demoledora frase final de Andreu a la gélida mirada de los niños de la película de Haneke? Podemos concluir que algo compartían los albores del nazismo y la herencia de nuestra propia Guerra: la creciente incapacidad de perdonar a nuestros semejantes.

A pesar de los comentados esfuerzos de Villaronga, hay algo en Pa Negre que nos remite al argumento con el que hemos comenzado esta crítica: esa sensación de que el cine español saca parte de lo mejor de sí mismo en el trillado terreno de la postguerra. Tal vez sea la sensación de deja vu que transmite el hijoputismo del personaje de Sergi López. O tal vez que la esencia de la película nos lleve a analizar el abandono de la niñez en medio de tan cruento escenario. El caso es que hay algo en Pa Negre que emana de páginas ya leídas en otras ocasiones. Ello no es óbice para que Villaronga despliegue -como en la inquietante escena inicial- esa extraña cualidad que le lleva a combinar la belleza con la contundencia. Esa especie de magia negra, como el pan del título, es lo que da brillo a una película que, a pesar de las críticas de parte de la prensa más reaccionaria, se ha alzado con un Goya tan inesperado como merecido. Al menos merecido para un cine español que merodea con seguridad en las páginas de la historia mientras decide si apuesta definitivamente por salir de ellas hacia otros caminos.

febrero 23, 2011

Cisne Negro - Crítica

La expresión Cisne Negro engloba, en sí misma, la unión de dos palabras aparentemente antagónicas. El cine nunca huyó de imposibles, pero no deja de parecer quimérica la representación del diabólico proceso en que la inocencia se tiñe de negro -o, lo que aquí ocupa, el descenso al infierno de un ángel celestial-. Tal vez sea por ello que Darren Aronofsky haya decidido recurrir a sí mismo, y volver a rodar de nuevo con la vehemencia, el nervio y la intensidad que hizo de Requiem por un Sueño una obra de culto.

Cisne Negro es como un cuadro barroco de Caravaggio: un fruto de la locura que, a base de planos cortos y endemoniados, encuadres claustrofóbicos (no hay una sola escena en la que la luz natural o el espacio libre hagan acto de presencia) y un estricto proceso de representación del dolor y la demencia, somete al personaje de Natalie Portman a la autodestrucción -tanto física como mental- y la obsesión más enfermiza. Un bailarín de danza entrega su vida a la búsqueda de la perfección de sus movimientos. Aronofsky pone su obra al servicio de tan inconcebible desafío. ¿Se debe concluir que la perfección no puede ser alcanzada sin pagar el precio de la propia vida que la persigue?

Natalie Portman siempre personificó -como Nina, el personaje al que interpreta- la fragilidad en estado puro. Ello le concedió personajes al mismo ritmo que parecía privarle de otros. En Cisne Negro, la actriz de V de Vendetta aparca su condición de eterna promesa, y ofrece la mejor interpretación de su carrera, afrontando cada plano con tal compromiso que uno termina la función preguntándose si no habrá secuelas en su menudo cuerpo. Nina avanza por la obra engañada por su mente, atraída por una mujer que parece ser la antítesis que persigue, y atrapada entre la rígida educación de su madre y la exigencia de su carrera como bailarina. El mérito de Portman es proyectar, como los infinitos reflejos que inundan la obra, todas y cada una de las variantes de un personaje que llega a doler como la más profunda de las heridas.

Cuando hablamos de El Luchador en este mismo blog, nos preguntábamos si Darren Aronofsky no habría renunciado a ser el director que prometía ser al principio de su carrera: un visitante de los territorios más recónditos de la mente humana, un creador sin miedo, un perturbador pura sangre. Cisne Negro responde a esta cuestión con la misma contundencia de sus imágenes, y recupera a un cineasta que, entre sus muchas virtudes, destaca como retratista de la vida convertida en el peor de los infiernos.

febrero 13, 2011

Valor de Ley - Crítica

No cabe duda que una de las miradas más interesantes que ha abarcado las entrañas de América es la de los hermanos Coen. Su filmografía, ejemplar retrato de los claroscuros del continente anglosajón, ha sido testigo en varias ocasiones de la lucha entre el bien y el mal, personificados en papeles clásicos como el del sheriff justiciero y el del asesino. Fargo o No es País para Viejos podrían ser claros exponentes de esta variante. En Valor de Ley, último largometraje de los Coen, el dúo de directores se adentra de nuevo en terrenos ya explorados, eligiendo para esta ocasión la reescritura de una película ya estrenada con el mismo nombre en 1969, y aprovechando para reinventar sus propios códigos narrativos. Lejos del duelo continuado contra el bien que pudimos ver en las películas antes señaladas, el mal es ahora contemplado a distancia, presentado primero como un rumor, después como un fantasma, más tarde como una difusa presencia (en un excelente plano lejano), y finalmente en todo su esplendor. El motivo es evidente: lo que interesa en esta ocasión es la evolución del grupo de justicieros, formado por seres tan distintos como una adolescente con ansias de venganza, un alguacil con ansias de dinero, y un ranger con ansias de reconocimiento.

Valor de Ley se erige como una fábula oscura, con frecuentes visitas a la noche, impregnada de humor negro, y un ejemplar sentido del equilibrio entre aspereza y emoción. Si bien es cierto que la contención preside la mayor parte de la película, no lo es menos que el último tramo es testigo de un intenso crescendo dramático, en el que la cinta estalla hasta llegar a doler. El mal llega, a través de una mirada lasciva, un disparo perdido o una mordedura venenosa. Pero también emerge el bien, protegido por el sagrado código de valores que hizo del western un género de hombres de ley. ¿O no haría palidecer la pequeña heroína que protagoniza la película a gran parte de los protagonistas masculinos con los que nos topamos habitualmente?

Hemos evitado personalizar, pero sería injusto no detenerse en Jeff Bridges, que recoge las riendas de John Wayne y recupera -de nuevo con los Coen- el nivel que ya le hizo inolvidable con El Gran Lebowski. Suya es la profunda creación del alguacil, a medio camino entre el paternalismo de un protector y la dureza de un hombre justo de escrúpulos. Tiene mérito la madura réplica de la joven y desconocida Hailee Steinfeld. Ellos son la cara más visible del penúltimo clásico de los hermanos Coen, una pareja de directores que (casi) siempre logra lo que otros anhelan conseguir tan sólo una vez: que cada fotograma destile toneladas de cine en estado puro.

febrero 07, 2011

Twitter: Libertad expresiva. Riesgo creativo.

Podríamos enunciar que la sociedad contemporánea evoluciona hacia la conformación de un tejido lleno de conexiones e interacciones entre todos aquellos que la formamos. En dicho entramado, la comunicación juega un papel relevante, minimizando distancias físicas -e incluso de clase-, dando voz a todo el que quiera hablar -¿o era twittear?, y cambiando radicalmente lo que hasta ahora entendíamos como lenguaje. Las nuevas tecnologías han proporcionado un espacio idóneo para la interconexión, eliminando las fronteras y limitaciones que, hasta ahora, imponían las que podríamos denominar como "oligarquías de la opinión". Allá donde los blogs -tal vez por falta de dinamismo; tal vez por las limitaciones del propio formato, falto de prestigio, todavía- han sido cuestionados como potenciales sustitutivos del artículo tradicional, ha emergido una alternativa inesperada hasta hace poco, pero cuyas posibilidades parecen estar abriendo un nuevo modo de entender la comunicación: Twitter. Este formato reúne opiniones, crea espacios de debate improvisados, integra en un muro al anónimo y al popular y, por encima de todo, revienta cualquier censura o sesgo que pueda nacer del interés editorial. Twitter es libre, incisivo y salvaje. Es el mensaje como obra, para lo bueno y para lo malo.

Cualquier flujo de información puede recorrer las tuberías de twitter en cuestión de segundos. Dicha agilidad expone, sin embargo, un riesgo serio para el escrito sosegado, reflexivo y argumentado. Pensemos en una comparación absurda: La carta de amor perfumada contra el SMS. ¿No es lo mismo? A fin de cuentas, beber leche recién ordenada es, en esencia, igual que beber un vaso recién servido de un tetrabrick. Es leche. Con el escrito ocurre lo mismo: son palabras. Incluso hay similitud en las sensaciones. Puede haber emoción en un móvil que suena inesperadamente a la 1 de la mañana. Pero algo se perdió en el camino, al menos para un nostálgico. ¿Puede la creciente proyección de twitter hacer del texto largo y pausado una moda lejana o, por el contrario, puede haber espacio para la convivencia? Parece obvio preguntarse si aquel que podría regalar un comentario argumentado, no preferirá jugársela a un mensaje directo de cuatro líneas, capaz de desencadenar el mismo efecto que un alud de nieve en cuestión de minutos. Vayamos más lejos. Creo en la falta de tiempo como uno de los grandes lastres de nuestros días: ¿podrá gestionarse una cuenta de twitter medianamente popular, mientras se trabaja una propuesta de ensayo extensa y argumentada? ¿Corre peligro la reflexión, en aras de impulsar la agilidad que propone twitter? Habrá que seguir la proporción: ¿subirán los tweets en la misma proporción que bajen los artículos de opinión?

Twitter ha podido llegar para cambiar el Mundo -basta un vistazo a Túnez o Egipto-, pero ha tenido la desgracia de caer en manos humanas. Sirve como caldo de cultivo para la rebelión contra el poder -ello lo hace ciertamente estimulante-, pero no es menos cierto que gran parte de sus usuarios lo utilizan como Facebook: esencialmente, para el lucimiento personal. Hay un twitter inquieto y estimulante, pero también un desasosegante ejercicio de banalidad. Esperemos que gane el primero, y no se convierta en aquello que ha convertido a Facebook -otro prometedor servidor, mal utilizado- en un brebaje difícil de digerir. No dejan de verse casos continuados de escribir algo brillante para ser destacados por un tercero, y un contraste curioso: el anónimo que busca el estrellato, enfrentado al famoso que busca ser terrenal. De hecho, es tan frecuente verse sorprendido por un desconocido sagaz, como por una "eminencia" decepcionante en las distancias "cortas".

Sirva este artículo como un collage de pensamientos inconexos, algo así como un par de minutos en Twitter, para destacar la esencia de lo que el emergente portal comunicativo promete y pone en peligro: un cambio radical en la comunicación, hasta el punto de llevar la libertad de expresión hacia terrenos inexplorados, pero también un riesgo enorme para la reflexión escrita.

@arquero.