marzo 29, 2010

Marienplatz : El Cantar de Baviera

Turista y tiempo deberían ser antónimos, pero nuestros inicios en Baviera fueron ligados al encuentro de ambas palabras. Aceptando mi condición de turista, por encima de la de visitante -no negaré que la cámara de fotos, el mapa callejero y la cara de despiste formaban parte de mi vestimenta-, he de confesar que la primera mirada que lancé sobre Munich me transmitió la serenidad propia de una ciudad que deviene en excusa para pintar postales de navidad. Todo pausado, nevado y tranquilo. Era sábado por la mañana, y la ciudad se desperezaba con la resignación de no ver ese día los rayos del sol.

El casco antiguo de la ciudad nace tras un gran arco de piedra, bajo el que se oculta la figura de tres niños de bronce, a los que el cincel dio forma de músicos en miniatura. Habríamos parado para recrearnos en el detalle, pero por nuestra mente tan sólo pasaba llegar a tiempo al famoso canto del carillón, que comenzaría en pocos minutos en la plaza del ayuntamiento. Avanzamos deprisa por una calle con aroma a comercios, pellizcando ligeramente el reflejo de la catedral, que emergió a nuestra izquierda en un breve momento. El asfalto yacía rasgado bajo la ceniza de la última nevada. Ello nos obligó a girar hacia la prudencia. Faltaban dos minutos para las doce cuando apareció nuestro destino. Una plaza llamada Marienplatz. Una guía hablando en español con una pareja, a la que parecía entretener. Dos matrimonios alemanes de avanzaba edad, en la que los hombres asumían el papel de bufones, y las mujeres las de la aprobación forzada. Un grupo de turistas, con el cuello inclinado, buscando divisar algo en las alturas. Nos giramos hacia la izquierda. Allí emergió un gran edificio de piedra, rectangular y robusto, maravillosamente ornamentado, y con una gran torre en el centro gobernada por un reloj. Algo que rompía la arquitectura nos llamó la atención. Era el ayuntamiento de Munich. Y en medio, su famoso carillón.

Podría buscar mil formas de definir el carillón -Glockenspiel, que dirían en Alemania-, pero creo que erraría en todas. Nacido en la parte central de la torre, el carillón emerge como un pesebre construido dentro de una gruta verde, lleno de figuras que cobran vida, y que sólo despiertan cuando vale la pena, como los relojes de cuco. En él, arlequines, bailarines, lacayos y caballeros se mueven como marionetas en un tiovivo, formando parte de una danza lenta, que ondea mecida por las fieles campanas y por la dulce música de un juglar. Durante unos minutos de hipnosis, en los que el suelo helado pareció no existir, nos vimos contemplando una extraña y hermosa representación armónica, propia de otro siglo, que parecía rimar a la perfección con el paisaje que rodeaba la plaza. Una torre roja al fondo, que juraría parte de un castillo de juguete. Una cúpula más allá, tras la que se esconde un mirador de la ciudad. Munich nos miró a la cara y nos lanzó hacia esa Europa que suena al ritmo de un piano de hielo, mientras guarda en su interior un enjambre de elfos, hadas e historias de caballeros.

La Peterskirche fue nuestra segunda parada. Una iglesia de estructura afilada, maquillada de marfil y tocada por un verde pálido que parece huir de cualquier alegría. Su torre esconde una de las mejores vistas de la ciudad. A ella se accede por una escalera estrecha, casi angosta, en la que hay que dejar pasar unas cien veces, sabiendo que le dejarán a uno pasar la mitad. Era curioso como aceleraba la gente cuando oía pasos. El que llegase antes, obligaba al otro a quedarse en el rellano. Dos no pasan, lo siento. Has perdido. Las palabras de perdón llenan un recorrido largo, pronunciado, que termina cuando el aire acaricia la cara del que logra llegar a la cima. Allí vuelve la complicidad, que se olvidará en el descenso. Un pequeño balcón, y Munich bajo nuestros pies. Momento para fotos, sonrisas, algún guiño. Falsa alarma. El genio vuelve en el camino de vuelta.

Al salir de allí, decidimos ir a comprar una tarjeta de transporte de tres días. Tras calcular costes a mano alzada, vimos que era la mejor opción. Por motivos prácticos, acabamos adquiriéndola en la estación de metro de Marienplatz, que teníamos al lado. Todavía no sé si entramos en un punto de información o en una entidad bancaria. Vi como alguno se sentaba, se entrevistaba con los funcionarios, les daba la mano, y formaba parte de una escena más propia del acuerdo previo a la venta de un terreno que de la compra de un bono de autobús. Nuestra historia fue decepcionante, en medio de tanta formalidad. Algo rápido. Un bono a cambio de dinero.

Antes de terminar, diré que salimos de allí con hambre, pensando en la primera comida en Baviera. Teníamos que estar a las dos de la tarde en la Residenz, con lo que la cercanía del Virtualienmarkt -un simple mercado, que nadie se asuste por el nombre- nos pareció una buena opción. Allí, tras mucho buscar, degustamos salchichas y pan breeze en una parada sencilla que desprendía cierto aire tradicional. Jaume las probó solas; yo, con una mostaza algo amarga. David pidió ketchup. Craso error. Aún recuerdo los trozos de salchicha flotando en medio del estanque rojo en el que se convirtió su plato.

marzo 22, 2010

Halo!

Ubicados en la última fila de un avión comercial con destino a Munich, los respaldos de nuestros asientos soportaban el peso de tres almas despiertas desde las cinco de la mañana. Me recuerdo sentado en el centro de una fila de tres, mientras mataba el tiempo releyendo una guía de la ciudad, revisando el planning con Jaume, o degustando un mediocre bocadillo de jamón york con mantequilla que, por suerte, corrió a cuenta de la compañía aérea. Atrás había quedado una facturación polémica, en la que, tras superar una cola lenta hasta el sopor, fui informado de que mi maleta superaba en un kilo el peso permitido. Cinco días después, mi equipaje pesaría seis kilos menos. Diferentes medidas de peso, tal vez.

Llevaríamos algo más de una hora de viaje cuando el imperceptible paisaje que suele asomar tras la ventanilla se transformó en una enorme masa que emergía del suelo como una aparición mariana. Era una cordillera imponente, altiva, adornada en su cumbre por rosetones de nieve, que se desintegraban cayendo por la ladera como la nata de una tarta. Dudo aún si eran los Pirineos, los Alpes, los Andes o el Himalaya de un sueño puntual. En cualquier caso, su cima nevada era un serio aviso de lo que encontraríamos al aterrizar en Munich. Y así fue cuando, en pleno descenso, intuimos un horizonte blanco, percibimos una pista blanca y, finalmente, vimos nieve acumulándose en columnas, bordes y montículos. La terminal era un desfile de abrigos, y nosotros los invitados. Baviera amaneció nevada para recibirnos.

Caminamos unos minutos, paseando al lado de personas rubias, mayoritariamente grandes y con una cerveza en la mano. Un joven, alemán de manual, nos vendió el pasaje de un tren de cercanías que debía llevarnos a la estación central de Munich. Hauptbahnhof, para los amigos. Cogimos un tren vacío, que fue llenándose conforme avanzábamos hacia la ciudad. Paisaje nevado, frío, con apenas seis horas desde los últimos copos, y un cielo dramáticamente amenazador. Perezosa, nos recibió una estación tan impersonal como cualquiera de su especie un sábado por la mañana. Algunos cargaban bostezos; otros, un diario y un café; nosotros, nuestros equipajes.

El hotel, por suerte, estaba ubicado en una calle cercana, y rodeado por varios cabarets. Alojados en la calle del pecado, y nosotros con look de turista. El primer encuentro con el recepcionista fue inolvidable. Pronunció un "halo" de sit-com, agudo e intenso. Mostró una sonrisa cultivada en horas de formación comercial, amparado tras un aspecto ligeramente ambiguo, y que invitaba a dudar entre el perfecto ciudadano que riega sus geranios con un bizcocho a punto en el horno, o un frecuente de los cabarets que le rodeaban. Una foto suya lucía en la pared más cercana, sobre una fuente de caramelos. Habló con Jaume, el único con un alemán decente entre nosotros. Miento. El único con el alemán entre sus recursos lingüísticos. David y yo asentimos, Dios sabe a qué. No sé de qué hablaron, pero nos dieron la llave de la habitación. Tres, para ser más exactos. La nuestra era una room triple, acabada de desalojar y con las camas aún sin hacer. Había una tarrina de mascarpone en la nevera, sin terminar. Es posible que aún siga allí. Miramos el reloj. Veinte minutos para las doce. Hora de partir. El carillón de la torre del ayuntamiento está a punto de dar los buenos días a la ciudad.

marzo 19, 2010

Das ist Deutschland

"Das ist Deutschland". Estas tres palabras constituyen una frase seca, concisa y convencida, que fue pronunciada por un ciudadano alemán a las 07:45 h. del 16 de marzo de 2010. Dicho individuo, empleado de una empresa de alquiler de coches en Munich, respondió así después de que le preguntáramos por las condiciones de las carreteras alemanas. No nos lo reprochen. Nevaba, debíamos coger un coche e ir a los Alpes. Una semana antes, Barcelona se paralizó tras seis horas de nieve. Girona fue más lejos, y vio desmoronarse su instalación eléctrica. "Das ist Deutschland" quería decir que aquello era diferente, que pisábamos territorio blindado, donde las carreteras aguantan, el país no se detiene, y el ciudadano se limita a vivir y caminar, mientras el Estado se encarga del resto.

Hace sólo dos días que he regresado de München -permítanme que respete por una vez el nombre con el que los bávaros de Munich se dirigen a su ciudad-, y noto como me afirmo en las intuiciones percibidas en suelo alemán. Recuerdo la ciudad como creí que la recordaría. En mi memoria va madurando una villa que desprende, más que la voluntad de despertar admiración, un respeto perdido en esta frenética carrera por la exhuberancia a la que ha derivado nuestro mundo. Hay mucho de tiempo aprovechado, paciencia y rigor. De todos modos, se dislumbra una épica contenida tras sus muros, tal vez nacida de una resistencia a morir, a perder una identidad labrada en jarras de cerveza, y vestida de piel marrón, verdes chalecos, alegres vestidos y sombrero engalanado con un gran plumón. Sea como fuere, la grandeza de Munich reside en la austeridad con la que, en pleno siglo XXI, tiñe sus calles de sobria apariencia, reforzando el patrimonio de esa Europa que, entre hálitos de frío, respira con la contención del pasado.

Munich es ciudad de edificios sencillos y coloristas; de acento duro y marcado; de tranvía rozando la calzada; de Alpes en el horizonte; de cervezas franciscanas, panes sabrosos y salchichas degustadas por manos temblorosas; de sopa y codillo; de jardines nevados en invierno; de taberna alquilada por música y jolgorio; de educación, señorío y palacios; de identidad bávara, reforzada por una Alemania federal que parece darle cobijo con comodidad. Munich es el orgullo de los bávaros, y uno de los adornos de Alemania. Tal vez sean impresiones precipitadas, simplemente intuidas por un habitante de Barcelona, que fue en Munich un simple visitante más.